¿Cómo podemos sanar nuestra forma de vivir juntos?
Esa parece ser la pregunta que subyace y atraviesa el texto que nos ofrece Claudio Naranjo en su libro “Cambiar la Educación para Cambiar el Mundo” (Indigo/Cuarto Propio, 2007). Pregunta dirigida a una sociedad enferma por alguien que sueña con un mundo sano. Pregunta que debiera quitar el sueño a los científicos sociales que tenemos como misión pensar la sociedad.
Para sus lectores y discípulos esta será una nueva ocasión de recorrer los secretos en que se basa su comprensión de las profundidades y las heridas del Ser, resultado de una mezcla virtuosa entre rigor científico, sed de trascendencia y profunda bondad. Y para los que recién lo descubren es una oportunidad de conocer a un pensador integral. Sólo que esta vez Naranjo empuja explícitamente los límites de su especialidad, abordando un área de importancia vital para los tiempos sociales: la educación.
Esta obra y su último libro publicado en español -El Eneagrama de la Sociedad-sugieren que Naranjo ha entrado en esa fase de reflexión que hace a los grandes pensadores, los que tienen la ambición de entender la raíz profunda de nuestros males, y osan traspasar las fronteras de su propia disciplina. Al igual que Francisco Varela y Humberto Maturana, Naranjo forma parte de un grupo de pensadores chilenos, formados en las ciencias biológicas y médicas, que han dedicado su vida a los misterios de la conciencia, y la vida. Figuras de estatura internacional, mal aprovechados en su propio país, que se anticiparon a las tendencias del nuevo milenio: el diálogo entre las ciencias exactas y las disciplinas espirituales.
Este es un paso que los científicos sociales todavía no nos atrevemos a dar. El miedo a abandonar el paradigma de la modernidad, última de las grandes utopías, nos tiene atrapados. Hemos perdido la capacidad, si alguna vez la tuvimos, de ofrecer al mundo una explicación satisfactoria respecto del origen de los males de la sociedad, y menos aún respecto a su solución. En nuestro afán de tratar los hechos sociales como cosas (Durkheim) nos quedamos con las cifras desencarnadas. Parapetados detrás de la crítica a las estructuras o protegidos bajo el alero de la tecnocracia, nos hemos refugiado en ese falso pudor de no involucrarnos como personas, esa suerte de miedo a la libertad que venía con el principio de objetividad, de lamentable memoria. La literatura fue y sigue siendo un mejor sustituto cuando se trata de realismo social. La esterilidad de la mirada “objetiva” -que se formula en tercera persona- ha sido, más que un requisito metodológico, una forma de ocultar nuestra responsabilidad como personas en un mundo construido colectivamente. Porque un sociólogo o un economista no llegaría a decir, como alguna vez lo hiciera Humberto Maturana traspasando osadamente su terreno de biólogo, que “el trabajo no es una relación social porque no es una relación de amor”. Afirmación lapidaria que podría echar por tierra todo nuestro edificio productivo.
El positivismo científico nos formó en el dualismo metodológico, la separación entre el sujeto y el objeto, basado en la ilusión de que el científico no hace sino dar cuenta de cómo es el mundo externo y objetivo. Separación que se nutre del miedo, de la dificultad para reconocer la implicación del sujeto, y de los cambios que experimenta en su relación con el mundo. Ya lo veía el sociólogo Alvin Gouldner cuando decía: la conciencia de sí debe ser considerada como indispensable para la conciencia del mundo social. Por fortuna, y por necesidad, esto está cambiando. Las catástrofes inminentes surgen como una realidad en todos los rincones del planeta. Ya nadie puede vivir al abrigo de un engañoso estado de desarrollo material: la pobreza, la inseguridad, la contaminación, la guerra, golpean las mentes de todo ser humano. La creencia en el progreso parece haberse detenido en la segunda mitad del siglo XX, y estamos a la espera de algo, de alguien, que le dé sentido a lo que estamos presenciando. También gana terreno la convicción de que somos uno, una parte de la totalidad y, que no podemos ser indiferentes a lo que ocurre en el país o en el plantea..
Este libro va en la dirección de buscar respuestas a la crisis de civilización que vivimos y tiene, sobre todo, el sentido de urgencia propio de un compromiso humanista. Porque ya no basta con señalar la evidencia empírica para demostrar que nuestra sociedad está enferma. Necesitamos ir mas allá para entender nuestra responsabilidad compartida en aquello que estamos haciendo mal; pasar –como decía Francisco Varela – del observador en tercera persona a la primera persona, aunque sea en la forma de un “nosotros”, pasar de la inconsciencia en que nos mantiene el pensamiento fragmentado a observar y descubrir por nosotros mismos cual es el significado de la totalidad tal como lo formuló el físico David Bohm.
“Es hora de que apuntemos hacia el corazón de la bestia” dice Naranjo y apunta a “las nueve cabezas de nuestro ego colectivo patriarcal”. ¿De donde saca el coraje para una afirmación tan contundente? Afirmación que abre súbitamente las compuertas de la filosofía social a las exploraciones globales, y con ello a la posibilidad de recuperar el sentido. Puede ser, entonces, que el abandono de las grandes utopías haya sido un paso necesario para sentirnos libres de hacer grandes preguntas sin miedo a equivocarnos. Y ahí esta Claudio para darnos el empujón que necesitamos.
Estos saltos interdisciplinarios son bienvenidos. Han despertado mi curiosidad de socióloga, que también busca establecer puentes para dar con los caminos de una sanación colectiva. Me interesa, pues, conocer cómo se puede leer una sociedad –sus desarrollos, sus síntomas, sus males–, desde la perspectiva de alguien que ha dedicado su vida a explorar el misterio de la psiquis individual y que ha practicado durante décadas diversos métodos terapéuticos con grupos de personas provenientes de diferentes culturas. La propuesta del autor me obliga a ir más allá de la práctica académica habitual, que examina un problema formulado desde las propias hipótesis y categorías conceptuales para luego aceptar, rechazar, o corregir desde la pseudo imparcialidad del observador objetivo. Me resulta más honesto hacerlo desde la primera persona, declarando que comparto la motivación profunda de Naranjo y por eso, no puedo sino ubicarme en la emoción que suscita el deseo de esclarecer los males del alma colectiva. Entro entonces en el ruedo para conversar con este texto, trayendo a colación las propias reflexiones, las luces que por momentos he creído ver y, sobre todo, las nuevas preguntas, que se suman o desplazan a otras más antiguas.
Las preguntas que se hace el autor han aparecido en forma intermitente en mi trayectoria durante los años de docencia universitaria, en el curso de la investigación comprometida con el cambio social, en el diálogo con las autoridades de Gobierno, en las asesorías a empresas. Al cabo de los cuales he llegado a concluir que las repuestas de fondo no pueden venir de la ciencia, sino de la experiencia íntima del Ser, del vasto horizonte que se abre a la conciencia cuando se deja de confiar exclusivamente en la mente y en el pensamiento racional
De los “males del alma a los “males del mundo”
Lo que Naranjo nos ofrece es una perspectiva ética de la sociedad que pasa por la propuesta de una terapia colectiva. La propuesta que nos hace se apoya en dos ideas-fuerza. La primera está contenida en un ensayo magistral (“La promesa de una civilización moribunda”) en el que se hace una analogía entre las etapas del desarrollo del individuo y la evolución de la sociedad entendida como civilización. Siguiendo las etapas de la transformación psico-espiritual del individuo (trauma del nacimiento, pubertad, crisis de mitad del camino, fase iluminativa, y noche oscura del alma), identifica etapas y transiciones en la historia de la civilización occidental, que estaría en los albores de una “noche del alma”. Se estaría cumpliendo el ciclo y habría que esperar que de esta travesía del desierto surgiera una vida nueva.
La segunda idea-fuerza sostiene que es posible hacer un diagnóstico acerca de los problemas de la sociedad partiendo de la psicología del carácter. Sin temor a recurrir a la noción de pecado, Naranjo nos lleva a observar conductas de las cuales somos responsables, aquellos deseos exagerados o pasiones que están en la base de la organización del carácter. Dichas patologías individuales se expresan en el nivel colectivo y se convierten en males del mundo. Analogía que tomar conciencia de las reverberaciones de la psico-patología del carácter en la sociedad que hemos creado”. El grueso de su trabajo consiste en enunciar y describir cómo se forman y reproducen un conjunto de pasiones –violencia, represión, inercia, moralismo, autoritarismo, conformismo, mentira y vanidad–, que fundan ciertos modos de vida. Dichas pasiones –o pecados– tienen su correlato en alguno de los nueve caracteres que conforman el eneagrama elaborado por el mismo Naranjo sobre la base del legado que dejara el filósofo sufí Gurdjieff y los trabajos del boliviano Óscar Ichazo.
El autor no abandona su mirada de terapeuta y persiste en observar nuestros comportamientos sociales como síntomas de ciertos males o disfunciones que se han incrustado en nuestro modo de vida, en los valores que defendemos, en las metas que nos proponemos. Lo original de su trabajo es que propone un diagnóstico ya no de las personas, sino de la sociedad en su conjunto. No se trata aquí de una mera extrapolación estadística según la cual la incidencia de ciertas enfermedades del alma terminaría por expresarse en forma masiva, produciendo comportamientos colectivos. Estamos frente a una lectura ético-antropológica más que epidemiológica.
El razonamiento es el siguiente: si a nivel individual la enfermedad mental puede definirse como un impedimento para desarrollar y poner en práctica los valores que están en el potencial de la persona, también podemos pensar que los males fundamentales del mundo son fenómenos sociales que constituyen formas básicas de interferencia con el potencial de la humanidad. Esta es, para mí, la clave de su trabajo ya que nos obliga a ir más allá del recurrente repertorio de síntomas del malestar social. Es una pista excelente pues nos incita a que busquemos cuáles son aquellos fenómenos sociales que están bloqueando nuestro desarrollo como seres humanos.
La relación entre persona y sociedad se encuentra en los orígenes de la sociología contemporánea. Muchas han sido las aproximaciones acerca de cómo influye la sociedad en la formación de la persona (socialización, identidad social), pero por lo general se han hecho buscando describir esta relación ya sea en forma normativo- conceptual o bien mediante la identificación de mecanismos y regularidades estadísticas, con lo cual se descuida de entrada el enfoque ético. Por otra parte, al tratar los problemas sociales el foco de las Ciencias Sociales ha estado mayoritariamente centrado en las instituciones y, por lo tanto, en una cierta ingeniería del cambio social. Durante la década de los ’60 se puso en la agenda el tema del desarrollo y del cambio social, y con ello se alimentó la esperanza de un cambio institucional. Luego vinieron las propuestas radicales y revolucionarias que apuntaron a las estructuras mismas de la sociedad y del Estado. Pero ambas vías ya estaban agotadas en los años ’80. Las Ciencias Sociales dejaron de ser un referente para encontrar el remedio a nuestros males y los intelectuales fueron desplazados progresivamente por los formuladores de políticas públicas. En cierta manera se pasó de la ilusión de cambiar la sociedad a un cierto realismo desencantado o post moderno centrado en el individuo.
Hace unos años, Robert Bellah planteaba cuán difícil es ser una buena persona en la ausencia de una buena sociedad. ¿Por dónde empezar? La respuesta a este dilema queda reservada al ámbito privado e individual, algo así como el cultivar su propio jardín. Después del desencanto que dejaron tras de sí las promesas del Siglo de las Luces, la Modernidad y el Progreso, está surgiendo una mirada crítica del racionalismo y del desarrollo, en la cual se inscriben intentos similares a los de Naranjo. Pensadores de tradición oriental como Amartya Sen y Kumar Giri, o bien intelectuales inscritos en la modernidad occidental como Habermas, Giddens y Touraine, apuntan a la perspectiva ética, a cómo vivir sanamente en sociedad, a la justicia como posibilidad de autorrealización, a la importancia del cuidado de sí mismo. Después de haber abusado de las grandes narrativas acerca de la evolución de la economía y la sociedad, parece haber llegado el momento de volver, ahora, a la persona. Decía Foucault que “la búsqueda de una ética de la existencia debe implicar la elaboración de la propia vida como una obra de arte”.
Sólo que el cuidado de la persona no resuelve los males colectivos. Con cierto desencanto recuerda el movimiento New Age cuando “nos parecía que muy pronto todo el mundo terminaría por precipitarse en ese viaje mágico que es el camino de la transformación, hoy me parece que cada uno de los nuevos chamanes se ve en una situación semejante a la de Juan Salvador Gaviota; un solitario ante la multitud de los que sólo se interesan en sobrevivir lo mejor que pueden”. Hay que reconocer, entonces, que existe un grupo que ha tomado conciencia de la etapa apocalíptica en que vivimos, pero que se trata de una minoría, mientras el resto vive en la ceguera y el mundo camina vertiginosamente hacia su fin. La transformación de la persona no será espontánea, habrá que buscarla colectivamente. De ahí la urgencia de encontrar una respuesta a la pregunta de ¿qué podemos hacer?
Los orígenes del mal desarrollo
Por de pronto, necesitamos una buena explicación acerca de cómo hemos llegado a lo que aparece cada vez más como un proceso sin control. Los intentos por encontrar y combatir la causa única han tenido efectos históricos devastadores, ya sea los que se hicieron a nombre de Dios, de la raza, del proletariado, o de los pobres. Chile, patria del autor, tiene aún las cicatrices que dejaron los conflictos sociales y su represión. El cambio social en democracia tiene sus límites. Hemos llegado a un punto en que observamos el desgaste de las instituciones al tiempo que sabemos que el voluntarismo político es peligroso. El problema no se ubica exclusivamente en el mal funcionamiento de la economía, de la política, de la justicia. Tampoco se puede atribuir a la falla de la religión, de la ciencia y la tecnología. Está más allá y en todas ellas.
Lo interesante es que a pesar de la ola post-modernista asistimos a una intensa búsqueda por identificar los orígenes de un desarrollo que genera más violencia, desigualdad, pobreza y destrucción de la naturaleza. Frente a la evidencia de este “mal desarrollo” se han mencionado muchísimas causas, desde la crisis de la modernidad (Touraine), a los excesos del homo economicus (Sen, movimiento MAUSS), la globalización (Kumar Giri), la tecnocracia (Bourdieu), la irresponsabilidad ante el riesgo (Beck), y tantas más.
Naranjo lo ubica en el patriarcado. En un brillante recorrido por la antropología de inspiración feminista, retoma lo esencial de la pérdida que significó el abandono de los valores de la época matrística. Siguiendo a Bachofen afirma que las instituciones, usos y costumbres que durante milenios se consideraron como una simple expresión de la naturaleza humana, son en realidad parte de una cultura patriarcal. La posibilidad de probar esto es crucial a la hora de concebir un futuro posible para la humanidad. Porque si los valores femeninos de respeto por la vida, el cuidado amoroso y la solidaridad tribal, fundaron en algún momento la organización de la sociedad, ellos pueden ubicarse al mismo nivel que los valores masculinos de fuerza y heroísmo y, por lo tanto, es posible concebir una forma de organización social de tipo andrógino.
No es difícil reconocer el daño que causan las instituciones patriarcales tanto a nivel individual, disociando nuestros mundos interiores, como a nivel social, reprimiendo la expresión del ser íntimo de más de la mitad de la población del mundo, las mujeres. Sólo que no basta con reconocerlo, hay que remontar la cadena infernal para intentar descubrir cómo y cuándo comenzó esta deformación. Porque si apuntamos sólo al patriarcado como institución, y no al mecanismo propio que lo funda y sustenta, corremos el riesgo de que nuestra explicación se “cosifique”, como le ocurrió a la noción de explotación y de lucha de clases en el pensamiento marxista. La pregunta es, entonces, ¿cómo se instaló ese mecanismo perverso y cómo desmontarlo?
De poco sirve apuntar hacia las instituciones –y en este caso a la educación-, ya que éstas no son más que resultantes de reglas del juego definidas, aceptadas y reproducidas en forma inconsciente. Si bien los códigos y reglas culturales de corte patriarcal entorpecen el pleno desarrollo de la humanidad y legitiman la destrucción de la vida, la pregunta clave es cuales son los mecanismos de reproducción de un estado de cosas que nos impide restituir el equilibrio nuestro funcionamiento como personas.”
Recurro a una experiencia personal para ilustrar cuán concreta es esta pregunta. Hace un par de años, la CEPAL inició una serie de estudios nacionales acerca de los orígenes de la contaminación de la atmósfera en las grandes capitales de América Latina. Me correspondió dirigir una investigación sobre la relación entre los ciudadanos y la calidad del aire en la ciudad de Santiago. Disponíamos de todos los diagnósticos técnicos del caso, se habían identificado en detalle la lista de las fuentes contaminantes, se habían concebido múltiples normas y regulaciones para limitar la emisión de fuentes fijas y móviles y las medidas a tomar en caso de emergencia. Si bien la degradación de la calidad del aire no se siguió agravando en forma proporcional al crecimiento de la ciudad, el mal persistía. Y los santiaguinos no modificaban sus comportamientos.
Inicialmente se atribuyó este problema, típico de un “mal desarrollo”, a la falta de intervención del Gobierno Militar, luego las autoridades democráticas señalaron la responsabilidad que tenían los empresarios, los dueños de fábricas; más adelante se identificó al conjunto de dueños de automóviles y microbuses. Ciertamente que de alguna manera todos ellos eran y son responsables. Pasaron varios años y como el problema no se solucionaba se volvió a culpar al Gobierno. De esta manera una realidad tan concreta como el aire que respiramos se convirtió, nuevamente, en un tema político; la responsabilidad se diluye y recomienza el círculo vicioso cuyo resultado es la inercia.
Cómo quedarse ahí y no ver que el problema se podía formular- también- desde otro ángulo y decir p.ej. que la calidad del aire de la ciudad de Santiago es el reflejo concreto y palpable del nivel de conciencia de los santiaguinos. Una nueva mirada, no tecnocrática, se abre de pronto: si el deterioro de la atmósfera fuera visto como producto de la irresponsabilidad de cada uno de los habitantes de la ciudad, cada uno contribuyendo con su pequeña cuota a aumentar la cantidad global de partículas y de gases que saturan la atmósfera, entonces el remedio estaría en las personas. Para desarrollar la conciencia ciudadana no habría que esperar mucho del Estado, sino de una maduración individual y colectiva.
Es aquí entonces donde se puede aplicar el razonamiento evolutivo de Naranjo. Dejar de ser niños que vivimos en la irresponsabilidad de nuestros actos esperando que el padre Estado arregle lo que echamos a perder, recuperar el vínculo directo con la naturaleza, con el aire que respiramos, y cultivar los vínculos fraternales con los demás para asumir el problema en forma colectiva. Pero esa conciencia supone otra forma de convivencia, una organización en comunidades sustentables de las cuales ya existen iniciativas en todo el mundo (eco-aldeas, comunidades ecológicas, comunidades inteligentes).
Del pensamiento como origen del caos
Siguiendo el camino señalado por el autor, debiéramos preocuparnos menos del sistema económico que nos domina, y mas de los aspectos psico-espirituales de nuestros males. Cultivando una pedagogía del amor que es la expresión armónica de los tres amores- el deseo, la compasión y la adoración- es posible, afirma Naranjo, operar una transformación, una sanación, que libere nuestra realidad interior y nos permita tener relaciones sanas con nosotros mismos, con los demás y con el entorno. Al decir esto, el autor muestra la gran confianza que tiene en el ser humano, en ese espíritu que es la flor en el árbol de la vida. Después de haber conocido de cerca como opera la dinámica de las decisiones en el establishment tiendo a pensar que no basta con combatir ciertos valores hipertrofiados (los masculinos) ni con superar las patologías del ser. Es necesario ir mas allá y liberarse de cierta relación con el mundo. De lo que se trata aquí es de una nueva mirada, de una nueva epistemología.
Tomemos, por ejemplo, los planteamientos del físico David Bohm, quien bajo la influencia de la filosofía oriental, y del contacto con su amigo Krishnamurti, también sobrepasa los límites de su disciplina y llega a proponer una salida para los males del mundo. En una conversación con Mark Edwards, Bohm plantea que de poco sirve atacar los efectos del comportamiento humano –como lo hacen los movimientos pacifistas, ecologistas.., pues el origen de nuestros problemas está en la ruptura de la armonía entre el intelecto y las emociones. Dicha ruptura radica en la forma como opera el pensamiento. La mente funciona por fragmentación, rompiendo en pedazos una realidad que es integral. La visión de sentido común es que el pensamiento “refleja lo que es” cuando en verdad el pensamiento crea realidades mediante la abstracción y la memoria. ¡El pensamiento introduce una fragmentación, esa información se graba en la memoria y luego se olvida el mecanismo por el cual se llegó ahí! Entonces las cosas pasan a “ser” de una determinada manera. El mejor ejemplo es la división artificial que se establece entre las naciones, fragmentación que sustenta “identidades y “tradiciones” que pasan a ser antagónicas y excluyentes, fragmentación que puede aparecer en un mapa, pero que no existe en el territorio. Nuestra forma de conocer el mundo confunde el mapa con el territorio.
Si aplicamos este razonamiento a los males de la sociedad, vemos el mismo mecanismo: la mente selecciona un cierto aspecto de la realidad, crea un problema y crea rápidamente una organización especializada para resolverlo olvidando que se trata de una parcela de la realidad y luego se racionaliza justificando la inconsciencia. Expresiones como “Yo sólo trabajo aquí”, “Debo alimentar a mi familia”, “Todos lo hacen”, “Es un mal necesario”, ilustran la facilidad con que el pensamiento fragmentario rechaza hacerse cargo de la realidad global y de la interconexión entre las cosas, las personas, los países. El sistema está lanzado. “Los políticos no pueden admitirlo, pero sabemos que el crecimiento destruye nuestro mundo” dice Bohm. La única manera de parar la carrera insensata de la tecnología y del progreso es detenerse y tomar distancia para observar cómo opera nuestra mente y por qué se ha disociado de la relación directa con la naturaleza y con los demás.
Todas las civilizaciones, al tiempo que realizaron grandes sobras, dejaron una huella indeleble de destrucción sobre la humanidad y sobre el planeta. Los inventores de los avances tecnológicos y las empresas que los industrializan no se preguntan por los efectos en el largo plazo, por la escasez con que se enfrentarán nuestros hijos. El proceso tiene su inercia: construimos generadores de electricidad para protegernos del frío y arrasamos con los bosques que mantienen el oxígeno de nuestra atmósfera. Cada individuo hace lo mismo: justifica su pequeña cuota de destrucción pues “tiene que ganarse la vida”. Mientras haya dinero que sacar, el proceso seguirá y la humanidad seguirá reproduciendo estas falsas ilusiones. A menos que….
Aquí es donde veo la deriva necesaria si tomamos en serio la pregunta acerca de cómo cambiar la sociedad. La sabiduría oriental nos dice que el único camino es cambiando la conciencia, desarrollando un pensar global y sincrónico, capaz de recuperar el sentido individual, colectivo y cósmico de la existencia. Esa inteligencia sutil se logra cuando pensamos con el corazón y miramos el espíritu en las cosas, desactivando así la programación mental que todo lo divide, lo clasifica y lo abstrae.
Y si tomamos distancia como observadores quizá podríamos ver que la sociedad es, en gran medida, nuestra propia creación, y que casi todo lo que nos rodea ha sido hecho por el hombre. Vivimos en un mundo construido. El ser humano ha introducido el caos, y se angustia tomándolo como “la realidad”. Ante esa serpiente venenosa que es el pensamiento (Krishnamurti) la única salida es ser vigilantes, recuperar el sentido del Ser mediante la inteligencia sutil. “Me parece que la vida encuentra su verdadero sentido a través de la conciencia de vivir plenamente y de estar en su lugar” (Bohm, Edwards, l990). Elogio del presente, del tiempo lento, de la totalidad.
Y si a esta cura para las trampas de la mente le agregamos una “tecnología del amor” -como propone Naranjo-así podríamos ir sanando también las patologías sociales que se reproducen indefinidamente al ser trasmitidas por los padres desde temprana edad y, luego por los agentes de la educación formal. Recuperar la humanidad no es negar la inteligencia racional, sino abarcar, como proponía Piaget, todas las condiciones sicológicas y pedagógicas que permitirían al niño abrirse cada vez más a lo universal, al tiempo que descubre su propia humanidad.
Recuerdo haber leído los resultados de un equipo de especialistas en ciencias cognitivas que se propuso estudiar las relaciones que se pueden establecer entre el pensamiento, la reflexión y la experiencia humana. Para ello contrastaron los últimos avances de las ciencias de la cognición y de la fenomenología con la tradición budista de meditación. Según los maestros budistas, la sabiduría (o inteligencia sutil en Bohm) no se expresa como un conocimiento “acerca” de algo. No hay un tema abstracto que sería objeto de la experiencia, sino la experiencia misma. El objetivo a alcanzar es aproximar al sujeto a su experiencia, y no separarlo. El equipo de investigadores concluye: “lo que sugerimos es una transformación de la naturaleza de la reflexión, que debe dejar de ser una actividad desencarnada y abstracta, y devenir una reflexión presente, encarnada, en la cual el cuerpo y el espíritu están reunidos”.
Francisco Varela llevó esta visión de la mente encarnada al ámbito del estudio científico de la conciencia: la mente surge ligada a un cuerpo que es activo, que se mueve e interactúa con el mundo. Por lo tanto, la mente no está en ninguna parte y no existe separación entre el yo y el otro. La conciencia es a la vez individual e intersubjetiva. Lo que para el budismo zen es la expresión del entre-ser: “tú eres lo que eres porque yo soy lo que soy” diría Thich Nhat Hanh.
Nos encontramos así en el camino de la evolución de la conciencia. Una nueva aproximación al mundo, cargada de emociones, valores y sentidos. Una cierta conciencia estética que tiene implicaciones éticas, tales como el cuidado y la vigilancia, el respeto a la diferencia, el reconocimiento de lo específico, la tendencia a la justicia . Sentido estético que es también un cierto tipo de conocimiento y de expresión, en cuanto uno prefiere ser auténtico más que eficaz (Habermas, Taylor). Un conocimiento, ético-estético, que puede ser la base de nuevas formas de convivencia con actores e instituciones autónomos que desarrollan su imaginación creativa y transformadora (Giri). Un cierto orden, una particular armonía, caminos diferentes, en lugar de modelos únicos. Intuiciones mas que recetas tecnocráticas derivadas del pensamiento lineal.
Aunque en forma incipiente, están apareciendo iniciativas que apuntan a nuevas formas de organización social. Durante los duros años de la crisis económica que siguió al “corralito” en Argentina surgieron estrategias de sobrevivencia inéditas. Los ciudadanos se encontraron un buen día sin empleo, sin liquidez para adquirir bienes, frente a un sistema bancario que no devolvía los depósitos, completamente desencantados, echaron mano de las redes de intercambio mas antiguas. Como no tenían circulante inventaron un sistema paralelo, rescataron la idea del trueque y crearon su propia moneda. Nace el Arbolito, una economía alternativa en la cual operaban unos 400.000 argentinos. Sistema de intercambio que desafiaba las ideas preestablecidas, fruto de la imaginación de personas que necesitaban cubrir sus necesidades básicas.
Esta experiencia, está en la línea con lo que hace tiempo viene planteando un conjunto de economistas alternativos en Francia. Congregados en el llamado Movimiento Anti Utilitarista en las Ciencias Sociales, el MAUSS, propone recuperar la lógica social del don como elemento constitutivo de las relaciones sociales, en oposición a la lógica mercantil del interés, que es la base de la economía capitalista. Rescatando los trabajos del antropólogo Marcel Mauss, este grupo se plantea que el don es una forma de vínculo social por el cual las personas se obligan a dar, a recibir y a devolver. Se trata de un fenómeno social total, con repercusiones económicas, políticas, religiosas, familiares, que no es cuantificable. Sobre esta base se apoya un nuevo enfoque, la socio-economía, para entender que la economía es algo que ocurre entre las personas y no entre las cosas. Es posible, entonces, concebir una economía solidaria o plural en la cual existan muchos sectores, y no sólo el mercantil-monetario, en la cual el trabajo no es una mercancía, y cuyo principio estructurador sería la reciprocidad, y no la maximización de utilidades. Pero esto exige una manera radicalmente distinta de pensar la vida en sociedad.
Aprender para educar
Todas las pistas citadas convergen hacia la importancia de la educación. Claudio Naranjo plantea que es posible que desde muy temprano se cuide el equilibrio entre nuestros mundos interiores, entre intelecto y emociones, entre cuerpo y espíritu. Una visión terapéutica de la educación podría partir por admitir que las formas de vida que hemos practicado desde hace milenios no son amorosas, pues perturban el desarrollo del ser, podría también entregar herramientas para una educación emocional y no sólo del pensamiento racional, darles espacio a las energías del padre, de la madre, del hijo, y constituirse en el espacio por excelencia de la búsqueda y la transformación individual.
Habría que pensar no sólo en educar a los educadores, sino también en una reforma radical de los métodos pedagógicos, sobre los cuales tanto se ha experimentado. Mientras la educación siga siendo un mecanismo de selección social y mientras la evaluación siga basándose en presupuestos conductistas que verifican la capacidad de asimilación de ciertos contenidos, estas propuestas serán desatendidas. ¿Cómo podría introducirse en los maestros esa inquietud por desarrollar una inteligencia sutil cuando se siguen utilizando pruebas y puntajes para evaluar? ¿Cómo incorporar la práctica cotidiana de la meditación, la capacidad de emocionarse, la creatividad, cuando lo que importa es ser capaz de pasar una prueba de memorización de contenidos?
Que la institución educacional esté preocupada de cosas insignificantes es algo que exaspera a Naranjo. Es que la función de la escuela nunca ha sido planteada en torno al desarrollo humano. Desde la teoría funcionalista, la educación, es un aparato de adaptación y de control social del individuo en una sociedad históricamente existente (la Nación). El sociólogo francés Pierre Bourdieu describió en forma muy lúcida la forma en que el paso por la escuela es un colador implacable, cuya razón de ser es la reproducción del sistema social. Foucault fue más allá y apuntó a que el objetivo de las es disciplinar, vigilar y castigar los cuerpos y las almas. La escuela opera como una fábrica de conformismo, en el nombre de la civilización.
Podríamos evocar una larga lista de intentos por cambiar la educación, desde escuela inglesa de Summerhill famosa por su apuesta por la libertad y el antiautoritarismo; el fomento de la creatividad personal del método Montessori; la educación del ser integral desarrollada por Rudolf Steiner. Iniciativas con un potencial enorme pero que se aplican en grupos reducidos. El problema de la educación de masas persiste toda vez que las políticas se abocan a producir una fuerza de trabajo productiva y no seres humanos integrados y felices. Los niños y los jóvenes quedan en el olvido, han dejado de emocionarnos y crecemos negando los otros dos amores: el deseo y la compasión..
Como dice Claudio Naranjo la única salida para esta civilización moribunda es buscar la armonía entre nuestro cuerpo, nuestros afectos y nuestra mente. Que esto no puede decidirse por decreto es también evidente. Pero él es optimista y persiste en llevar su mensaje a todos los rincones y al mas alto nivel. Veo ahí una confianza en el ser humano a toda prueba. Por mi parte tiendo a esperar menos de la intelligentsia, de los intelectuales, de los consejeros del príncipe. Sólo la experiencia íntima devuelve al ser a sí mismo. Las sociedades no aprenden, no son sujetos. Pero los seres humanos sí aprendemos, del sufrimiento, de la imitación. Las mujeres están aprendiendo a cuidarse a sí mismas y a sus hijos de los excesos patriarcales. Entretanto, los hombres toman conciencia y comienzan silenciosamente a buscar más allá de la vacuidad de la sociedad de consumo. Y ahí está el tercer tipo de amor, el del hijo. El niño interior, el niño divino, ama el juego y la libertad. Es probable que en ese cruce de experiencias se esté forjando una nueva generación. Sólo nos queda desear que sabremos reconocer su mensaje y darle espacio para el despliegue de su misión.
Cecilia Montero
Epílogo al libro de C. Naranjo, “Cambiar la sociedad para cambiar el mundo”
Índigo/Cuarto Propio, Santiago, 2007
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